martes, 27 de octubre de 2009

Icono Mapuche recuerda las Paces de Quilín



Sábado 10 de octubre de 2009

Junto al río Quillem fue inaugurado Icono recordatorio del parlamento que marcó una etapa trascendental en las relaciones de España con el pueblo Mapuche.

Al interior de la Comunidad Tripaiñan, a 5 kilómetros de Lautaro y a pasos de las cadenciosas aguas del río Quillem, tuvo lugar un encuentro de especial significación para el pueblo Mapuche.
Se trataba de la inauguración del primero de cuatro íconos recordatorios que la Escuela de Artes de la Universidad Católica de Temuco, en conjunto con CONADI levantarán en lugares trascendentes para la historia del pueblo Mapuche.

Los otros lugares son Kuralaba, en Lumaco, cerro Marimán, en Negrete y Koz Koz, cerca de Osorno.

El ícono plasmado en madera nativa por los escultores Juana Pérez y Hamilton Lagos, representa una pareja Mapuche: un adulto y un niño. Su elaboración, aparentemente sencilla en su manufactura, pero significativa en su expresión, se basó en la idea de una niña de la familia Tripaiñan; idea que ambos artistas supieron llevar a la madera, con una altura tal que obliga a alzar la vista para apreciar el valor de su expresión. Son cuatro maderos extraídos desde altivos bosques que verticalmente sostenidos, vistos de diversos ángulos pueden dar ideas diferentes de su conformación, es decir, su expresión es parte de la libertad, como lo son los ideales del pueblo mapuche, idea que han planteado sus autores: un máximo de expresión, con un mínimo de intervención en la madera.

El monumento fue ubicado sobre un altar de material, dominando una hermosa planicie bordeada de árboles nativos, a pasos del río, con lugar suficiente para reuniones. El espacio quedó abierto para cualquier visitante y con este fin se ha solicitado su incorporación a las guías de turismo publicadas sobre la región. Además será incorporado a la red de Monumentos Nacionales para su debido catastro.
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Entre los oradores destacaron las intervenciones de Andrés Tripaiñán y Sergio Liempi, quienes consignaron la importancia de las llamadas “Paces de Quilín” para el pueblo Mapuche, que fue el único pueblo de América que habló de igual a igual con los representantes del pueblo español y que en una reunión de tres días logró poner en la mesa una serie de condiciones, entre las que se estableció como frontera norte: el río Bío-Bío y como frontera sur el río Calle-Calle.

Durante el acto se efectuó una rogativa mapuche en la que participaron miembros de las diversas comunidades presentes en la ceremonia. Por su parte el Decano de la Facultad de Artes de la Universidad Católica de Temuco, Mario Samaniego, hizo entrega de la obra, destacando la colaboración de la Comunidad Tripaiñán, CONADI, la Municipalidad de Lautaro y algunas personas que colaboraron en diversas formas al logro de la obra.

El trabajo de investigación fue realizado por el antropólogo y etnohistoriador, José Manuel Zavala; el antropólogo, Rosamel Millamán y el filósofo Mario Samaniego, quienes realizaron una extensa labor de búsqueda de los lugares en que acontecieron estos hechos.

Los académicos reconocieron que la ubicación del Icono de Quillem, no es el lugar exacto donde se efectuó la reunión aquel lejano 6 de enero de 1641, ya que no existen documentos como planos u otros catastros que puedan establecer la certeza del lugar. No obstante de algo hay seguridad: fue a orillas del río Quillem, por lo que se buscó el paisaje más apropiado para establecer el monumento, reuniendo este sector las condiciones necesarias para que las futuras generaciones puedan recordar este acontecimiento histórico de nuestro pueblo Mapuche.

El Copihue Rojo




El Copihue es la flor de una enredadera perteneciente a la familia de las liliáceas que crece en las profundidades de la selva chilena, al interior de los grandes bosques de robles y coigües centenarios, por cuyos troncos se desliza ágil y evasiva, en un intento por esconderse de la mirada humana, de esa mirada que muchas veces busca segar su flor, bulbo rojo sangre, emblema de la lucha del pueblo araucano desde tiempos inmemoriales.
En el copihue se encarnan la belleza pura y divina de los bosques nativos chilenos; el sentimiento de patria y amor a la naturaleza salvaje, que emerge desde la espesura vegetal del paisaje, culminando en esa expresión maravillosa que resulta ser su flor.

Si bien es cierto, el copihue es conocido desde el génesis de la raza, esta planta se encuentra incorporada a la flora mundial con el nombre científico de “Lapageria Rosea”, nombre que realmente no puede definir las cualidades de tersura y belleza de nuestra planta nativa, por ser una definición científica y europea, como europeos fueron los que llevaron la planta al Viejo Mundo y le dieron ese nombre para su clasificación universal.
Es sabido que luego del descubrimiento de América, y a través de los siglos, fueron numerosas las expediciones botánicas y científicas que salieron en busca de la flora nativa de nuestro continente, para poder lucirla en los más grandes jardines de Europa.


LA BELLA JOSEFINA


Josefina Tascher de la Pagerie, nació en la Martinica en 1763. Viuda del vizconde de Beauharmais, guillotinado en 1794. Joven y bella, dotada de una gran belleza y una simpatía que le permitía ser una de las figuras femeninas más relevantes del París de la post-revolución.
Dotada de un gran talento, deslumbró de inmediato al gran Napoleón Bonaparte, quien desde los primeros momentos concibió por ella una pasión avasalladora que la joven se encargó de alimentar con su fina coquetería. Napoleón, todavía un militar talentoso, pero sin fortuna, no podía aspirar a materializar una relación que le encendía el alma, pero su perseverancia militar lo elevó rápidamente al cargo de general de los ejércitos de Italia, situación que le permitió formalizar su compromiso con Josefina a principios de marzo de 1796.

Las victorias de Napoleón lo elevaron al rango de Emperador, pero la falta de un vástago que asegurara la continuidad de la dinastía le obligaron a alejarse de la bella Josefina. El divorcio llenó de pena a la doncella situación que la llevó a vivir una vida alejada de la sociedad, encerrándose en su palacio de Navarra o en la Malmaison, donde se dedicó a las letras, las artes y entregando gran parte de su tiempo al estudio de la botánica y a la formación de la más completa de las colecciones de plantas exóticas y raras. En 1810, el Emperador, que aún mantenía con ella cordiales relaciones, le destinó cien mil francos para los gastos extraordinarios de la Malmaison. En la carta en que le comunicaba esta resolución, le decía “Podrás hacer plantar lo que quieras, y puedes gastar esta cantidad como te convenga”. Por esos años regresaban de América, después de una larga y accidentada expedición científica por tierras de Chile y del Perú, los naturalistas españoles Hipólito Ruiz y José Pavón, quienes al clasificar los ejemplares que habían llevado de nuestro país, dedicaron a Josefina la más hermosa de las plantas que florece en los bosques de Arauco y tomando el apellido de Josefina, dieron al copihue el nombre científico de Lapageria Rosea. Nuestra flor nacional ostenta desde entonces, junto a su sencillo nombre de origen mapuche, un nombre científico que tácitamente le otorga rango y linaje en los viejos imperios europeos y que le permitió asentarse en los grandes jardines de la Malmoison.


EL ORIGEN MAPUCHE


Si bien es cierto, el nombre genérico de copihue es el que ha perdurado en el Chile actual, éste es sólo un derivado de la denominación del pueblo Mapuche.

Para precisar su nombre debemos decir que la planta se divide en la planta propiamente tal (colcopiu), la flor (Kodkëlla) y el fruto comestible: copiu, según el versado Wilhelm de Moesbach, en su Voz de Arauco).
Para el pueblo Mapuche, el copihue es símbolo de alegría, de amistad y gratitud. Resalta como una de las plantas sagradas de los araucanos; los guerreros la veneraban como el emblema del valor y la libertad y los jóvenes como el espíritu tutelar de sus amores. Desde antes de la llegada de los españoles, el copihue ya era utilizado en la ceremonia nupcial como adorno en el banquete, que generalmente se realizaba luego del rapto de la novia y previa reconciliación pactada por el Werquen.


¿Y LOS POETAS ?


Resulta admirable hurgar en la poesía chilena y ver como son muy pocos los poetas que han dedicado alguna producción a nuestra flor nacional. Leyendo “Canciones de Arauco” de Samuel Lillo, un hombre que vivió en Lebu y Concepción, nada dice en verso sobre esta hermosa flor. Diego Duble Urrutia, el poeta angolino, que debió haber conocido mucho del paisaje de Nahuelbuta, sólo en su acertado poema “La Tierra”, le dedica un par de versos:

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olgados de los trémulos coligües/ como lirios de sangre, los copigües?

Asombroso por decir lo menos, sin embargo otro poeta de la zona Ignacio Verdugo Cavada, asombró a Chile y al mundo con la versificación de “El Copihue rojo”, poema que nació allá por 1905, en una oportunidad en que el poeta debió viajar a caballo entre Mulchén y Lebu, en cuyo cometido atravesó la selvática cordillera de Nahuelbuta. Más tarde comentaría sobre este viaje:

“Cuando volvimos me di cuenta que había observado muchas cosas interesantes, pero lo que me absorbió los sentidos, los ojos, más que la montaña misma, fue la flor del copihue. En el camino, desde mi cabalgadura, miraba a uno y otro lado, el bosque, el sendero lleno de zarzas, los canelos, los laureles, los robles, pero como un ojo vivo estallaba ante mí la encendida flor de mi tierra...”

Esta fue la inspiración máxima del poeta, que ya de regreso en Mulchén, se encerró en su casa y el poema fluyó como savia creadora y se impregnó en el papel, derramándose luego en diversas publicaciones literarias que lo hicieron vastamente conocido. Más tarde diría Verdugo que parte de su inspiración fue el amor que le profesaba su “ama”, la mapuche Lorenza Borrego, quien lo crió, le enseñó a querer la naturaleza y a conocer la historia de su raza.

Habían nacido así las cuatro décimas de “El Copihue Rojo”, pero esto no termina aquí porque Verdugo recurrió a su amigo el Sargento Arturo Arancibia Uribe, músico del Regimiento Lautaro de Los Angeles, quien se encargó de llevar a la partitura su creación, lo que la encumbró definitivamente a la popularidad. Arancibia no era un principiante en estas lides. Con los años escribió muchas marchas y canciones, que le merecieron distinciones internacionales, siendo además autor de la música del Himno del Carabinero.

Soy una chispa de fuego
que del bosque en los abrojos
abro mis pétalos rojos
en el nocturno sosiego.
Soy la flor que me despliego
junto a las rucas indianas;
la que, al surgir las mañanas,
en mis noches soñolientas
guardo en mis hojas sangrientas
las lágrimas araucanas.
Nací una tarde serena
de un rayo de sol ardiente
que amó la sombra doliente
de la montaña chilena.
Yo ensangrenté la cadena
que el indio despedazó,
la que de llanto cubrió
la nieve cordillerana;
yo soy la sangre araucana
que de dolor floreció.




Según relato del mismo Verdugo, la máxima difusión del poema se originó luego de su publicación en un diario de Valparaíso en 1911 y de habérsele agregado la música de corte lírico que la hiciera tan popular, llegando a ser la canción con que se ubicaba a Chile en el extranjero.

Digna de mencionar también es la obra del escritor Oscar Janó, nacido en la provincia de Cautín, quien por los años ’60 escribió el libro “La leyenda araucana de los Copihues rojos”, obra rica en folklore araucano, como dijo Ricardo Latcham y en la que relata como los copihues rojos nacieron por el sacrificio de los príncipes Copih, de la tribu de los Pehuenches y Hués, de la tribu de los Mapuches. El libro tuvo varias ediciones y se editó en castellano e inglés, logrando una gran difusión.

Pero fue durante el período presidencial de don Juan Luis Sanfuentes que el culto alcalde de Santiago José Victor Besa, le otorgó al poema todo su valor nacional al organizar una fiesta de gran contenido popular en la terraza del histórico cerro Santa Lucía, con asistencia de las principales autoridades. Allí en el cerro sagrado del pueblo Mapuche, se le concedió al copihue la denominación de “Flor Nacional” y al poema de Verdugo Cavada como el mas fiel exponente del significado de la flor para todo el país.


LOS COPIHUES


Pero si hasta aquí hemos hablado sólo del copihue rojo, ello no debe llevarnos a confusión. El copihue es posible encontrarlo en unos 16 colores diferentes, siendo su cultivo muy delicado fuera de su habitat. Su corte y comercialización se encuentra prohibido por ser la flor nacional de Chile (Diario Oficial de 24 de febrero de 1977) y encontrarse actualmente en extinción.


Declara el Copihue Flor Nacional
(Diario Oficial Nº29.693 de 24-II-1977)

Ministerio del Interior.-Santiago, 20 de enero de 1977.- El Presidente de la República decretó hoy lo que sigue:
Nº 62.- Vistos Lo dispuesto en los decretos leyes Nº 1 y 128, de 1973, y 527 de 1974, y
Considerando:
1.- Que el copihue,"Lapageria Rosea", ha sido considerada por la tradición, tanto oral como escrita, la flor simbólica de la nacionalidad chilena, proyectándose así, incluso, en el ámbito internacional.
2.- La necesidad y conveniencia de que nuestro país oficialice tal tradición y constituya esta flor en una expresión más de nuestra unidad nacional. Decreto:
1.- Declárase al copihue "Lapageria Rosea", flor nacional de Chile.
Anótese, tómese razón, transcríbase al Ministerio de Agricultura y publíquese en el Diario Oficial .- (Fdo.)Augusto Pinochet Ugarte, Presidente de la República.- Raúl Benavides Escobar Ministro del Interior.- Mario Mac-Kay Jaraquemada, Ministro de Agricultura.


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RECADO SOBRE EL COPIHUE

GABRIELA MISTRAL



La trepadora clasificada con el nombre galolatino de Lapagiere Rosea es primero la sorpresa, luego el deleite de exploradores y turistas que alcancen los bosques del sur de Chile.

Los geógrafos llaman Trópico Frío a la región y, aunque el mote sea contradictorio, corresponde a esas verdades que llevan cara de absurdo: la australidad chilena es húmeda y helada; pero se parece al trópico en la vegetación viciosa y en el vaho de vapor y de aroma. Por eso no hay viajero que alcance a Chile y se quede sin conocer nuestra selva austral, y ninguno tampoco deja la región sin conocer el copihue araucano, hasta dar con él.

Los textos escolares azoran a los niños con este dato: el copihue, indigenísimo, se relaciona, por el nombre con... la emperatriz Josefina Bonaparte. Yo me escadalizo de ello, tanto como los niños, pero son los sabios quienes bautizan: el Adán científico no nace todavía en la gente criolla, y fue un francés quien bautizo a nuestra flor sin mirar a su piel india... Menos mal que Josefina fue una francesa criolla de Martinica... Quédese en los textos escolares el apellido latino; dentro de Chile no se llamará nunca sino copihue, mejor con la h que con la g que algunos le dan. (la h aspirada, bien querida del quichua-aymara, es más aérea que la gruesa g; parece el resuello de la cosa nombrada; la acaricia y no la daña). La flor del copihue sube en tramos bruscos de color, desde el blanco búdico hasta el carmín. Las flores rojas llaman a rebato; las rosadas no alcanzan al sonrojo, y las blancas penden de la rama en manitos infantiles. La popularidad se la arrebata el primero en un triunfo que parece electoral; pero yo me quedo con el vencido, es decir, con el copihue blanco y su pura estrella vegetal. La preferencia torera del rojo es la misma que gana el clavel reventón y la rosa sanguinolienta. La Campánula estrecha, más tubo que campana, mima el tacto con una grosura que es la misma de la camelia. El largo suspiro del copihue no se exhala del aire, cae hacia los follajes o hacia la tierra; en vez de erguirse, el se dobla con no sé que dejadez india, a causa del pecíolo delgadísimo. La lacidad del copihue parece líquida; la enredadera gotea o lagrimea su flor.
Más perseguida que el huemul, la enredadera ya no se haya en la selva inmediata a los poblados ni a las rutas. El buscador tiene que seguirla por los entreveros, pero la encuentra con más seguridad que el dudoso cervatillo chileno.

Echada sobre el flanco del laurel; a veces gallardeando desde la copa y cubriéndola, hallará a la muy femenina, cuyo humor es de esquivarse y aparecer de pronto. A grandes manchas o en festones colgantes, o en reguero de brasas, el
copihue estalla sobre los follajes sombríos y para el buscador con sus fogonazos, que suben por las copas corriendo en guerrillada india.

La trepadora rompe la austeridad enfurruñada del bosque austral; lo desentume y casi lo hecha a hablar. El acróbata de los robles y el bailarín de las pataguas, hostiga a sus árboles-ayos, con el torzal de cohetes ardiendo. Menos violentas que las guacamayas, pero en bandas como ellas, las colgaduras del copihue alborotan y chillan sobre la espalda de los matusalenes vegetales.

Me conmueve la metáfora popular que hace de nuestra flor la sangre de los indios alanceados; pero yo no quiero repetirla para no mentirme. El copihue no me recuerda la sangre sino el fuego, el cintarajo del fuego libre y la llama casera: el fuego fatuo y el diurno; el bueno y el malo; el fuego de todos los mitos.
La enredadera tábano, picando la selva, hace trampas como todos los espíritus ígneos: es el duende escapado por los follajes, es el trasgo burlador y también la salamandra ardiendo. ¡Qué santones impávidos resultan los arbolotes mordidos aquí y allá por las pinzas rojas que los atan y desatan en su alambrería abusadora! A veces se ven el alerce o el canelo igual que Gullieveres mofados de la trepadora que los zarandea por las greñas.

¡Mañosa y linda fuerza la suya! Aunque apenas garabatea al gigantón con su raya, atrapa los ojos y hace olvidar al árbol entero. En cuanto lo divisan el niño o la mujer, ya no miran al tutor sólo al intruso que se balancea en lo alto, medio lámpara, medio joya. Razón que les sobra: únicamente en la orquídea el Dios cincelador hizo más y mejor que en el copihue de Chile.

(Y estas dos parásitas próceres que corren su maratón de campeones florales, coinciden en la gracia de su elegancia y en la desventura de carecer de olor).

El copihue maravilloso y maravillador ha debido creer sus mitos; es seguro que anduvo del Bío.Bío al Bueno en cantos de amor y de guerra que desaparecieron. Cuando el indio pierde la tierra, lo demás se va con ella o se arrastra un tiempo sobre el polvo antes de acabarse.

Los poetas celebran constantemente la escarapela botánica y nacional. El penquista suele decir: “Verdugo Cavada dijo al copihue y Pérez Freire lo hizo cantar”. Así es. El mejor de nuestros músicos populistas puso melodía a los copihues y creó una canción que corre de boca en boca desde la Patagonia a las islas Aleutianas.
Después de la canción afortunada han llovido las honras sobre la enredadera austral; los maestros rebosan lo botánico contándola en su regusto de amor, y predican la flor local en una especie de catequización patriótica. Los lápices infantiles se regodean en su forma, y el copihue se hombrea en los cuadernos de dibujo con la bandera nacional, repitiendo uno de sus colores y hasta en competencia con su estrella.

En poco más llegará a los estudios y los auditoriums de las Universidades a coronar a campeones y togados en los días de solemnidad. Las musas de Lúculo servidas en los banquetes oficiales ya la tienen por sendero o “pasarera” o franja de sus manteles (Tanto como el copihue resulta inhábil para búcaro y ramo, es válido para guirnalda, más que esto, él es la guirnalda natural y por excelencia lograda sin la rosa clavadora y sin jazmín duro de arquearse.
Esta pasión está bien fundada como el buen amor; el copihue tuvo la humorada de nacer y darse sólo allí, en la extremidad chilena, donde el globo terrestre se encoge sobre ella, y antes de acabar se angeliza en helechos, musgos y copihues asustados, con su fuego a las nieves vecinas. (Así asustarían a Magallanes las fogatas del último Estrecho).
Procuré decir mi copihue indio, y decirlo por regalárselo a quien lea, y me doy cuenta al terminar de la inutilidad del empeño. Nadie da en palabras, ni la flor ni la fruta exóticas. Cuando un mexicano me contó en Chile de su mango de oro, yo no recibí contorno ni jugo de la bella drupa, y aprender sólo es recibir, cuando en Puerto Rico me alabaron la pomarosa, tampoco entró por mi boca el bocado oloroso ni crujió entre mis dientes. Es la voluntad de Dios que cada fruta y cada flor sean iniciaciones directas. “Saberlas” quiere decir aspirarlas y morderlas, y como para mi la novedad de cada especie frutal o floral vale tanto como la de un país, y nada menos, digo a quien leyó, que, si desea tener al copihue chileno, vaya a verlo a Cautín, y no lo compre en las estaciones de ferrocarril, sino que llegue hasta el bosque y lo desgaje allí mismo con un tirón ansioso. No vaya a creer que supo algo porque leyó dos páginas acuciosas e inútiles de la contadora que hizo este Recado en vano.


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Mistral gabriela, Recado sobre el copihue, 20 pgs. Ediciones Instante N° 29, director José Elías Bolívar Herrera, Angol 1951?


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Paracaidismo Pionero en Chile




Teniente Francisco lagreze


El año 1924 un alemán vino a Chile con el fin de promover un paracaídas de su invención. A pesar de haber visitado otros países del Cono Sur de nuestro Continente, no había encontrado voluntarios que se arriesgaran a saltar desde un avión. En Chile permaneció alrededor de dos meses, lapso en el que dos chilenos siguiendo sus instrucciones se lanzaron al espacio desde aviones en Santiago y Valparaíso.
El primero de ellos fue el Teniente de Ejército y aviador de la Escuela de Aviación Francisco Lagreze Pérez.
El segundo fue el Piloto Aviador Naval Agustín Alcayaga Jorquera.
Hoy, al cumplirse 80 años de aquellos primeros saltos en paracaídas desde un avión en sudamérica por nuestros connacionales, es propio rendirles un sentido homenaje y nada mejor que hacerlo recordando sus acciones llevadas a cabo el ya lejano año de 1924.

El paracaidista alemán Otto Heinecke

Aquel mes de septiembre de 1924, fue un mes especial. El día 11 había asumido el mando de la nación la Junta de Gobierno  comandada por el General Luis Altamirano, como epílogo de aquel movimiento que pasó a la historia como “Ruido de Sables”, en el que un grupo de militares hizo saber su descontento a la autoridad haciendo sonar el arma de honor en el interior del Congreso Nacional.
Bajo un cielo embanderado de volantines multicolores, que se habían pavoneado por toda la elipse del Parque Cousiño durante las Fiestas Patrias,  comenzaban a quedar atrás las celebraciones de aquel año. Y fue a fines de aquel mes glorioso cuando procedente de Argentina arribó a nuestro país un joven alemán que traía entre su equipaje un par de bolsos de tela en los que encerraba un valioso capital: dos paracaídas de su invención, con los que  había realizado demostraciones con gran éxito en Argentina y Uruguay, destacando un salto con su esposa Elisa Schneider, que lo acompañaba, sobre la bahía de Montevideo.
Fue así como en nuestro país se conoció aquel adelanto práctico que estaba destinado a “salvar la vida de los pilotos en situaciones de emergencia”, como decía este personaje llamado Otto Heinecke, un alemán que algo entendía de español, pero no lo hablaba, pesar de su permanencia en la Argentina, donde había llegado a fines de abril de 1923 en el famoso vapor “Cap Polonio”, que realizaba la carrera entre Europa y América.
Pero este paracaidista, al que los medios periodísticos llamaban indistintamente técnico o ingeniero, talvez no pasaba de ser un aviador de la época heroica, que había encontrado en un paracaídas mejorado por él, el medio de proteger a los aviadores cuando un desperfecto de su avión  los precipitaba violentamente a tierra.
Este joven participaba en el frente de lucha de su país durante la Primera Guerra Mundial, cuando las autoridades aeronáuticas viendo la gran cantidad de pilotos que perdían la vida al ser derribados por el enemigo, decidieron acudir a sus méritos en esta materia un tanto desconocida para la época y lo colocaron al frente de un Curso de Paracaidistas en el que  instruía principalmente a los aviadores que cumplirían labor en los frentes de batalla. Allí pudo perfeccionar aún más sus conocimientos, lo que decidió divulgar por el mundo una vez terminado el conflicto. Aparte de su gira por América junto a su esposa, el matrimonio había recorrido Dinamarca, Suecia, noruega, Holanda, Suiza, Francia y Checoslovaquia, viajes que le habían proporcionado un buen dividendo en sus presentaciones. 
La prensa nacional comienza a recoger sus impresiones recién el 25 de septiembre, haciendo presente que hacía varios días se hallaba en el país este personaje que ya había recorrido varios países de Europa mostrando su particular paracaídas.
Desde su llegada a América, Heinecke había tratado de interesar a potenciales postulantes para que realizaran saltos en paracaídas, con el fin de introducir este elemento para demostraciones en festivales aéreos y como elemento auxiliar de salvataje en caso de accidentes; sin embargo hasta esa fecha ningún valiente se había atrevido a lanzarse desde un avión con el pequeño paracaídas a la espalda como única tabla de salvación.
Por tal motivo y al igual como lo había hecho en la Argentina, Heinecke recurrió a la Aviación Militar  para pedir el apoyo de un avión que le permitiera realizar las demostraciones necesarias. El día miércoles 24 de ese mes fue recibido por el Inspector General de Aviación General Luis Contreras Sotomayor, el Capitán Federico Barahona Walton, Director de la Escuela de Aviación y los oficiales del Plantel.
Se puede presumir que esta reunión ya había sido concertada con anterioridad y que nuestros aviadores conocían de las destrezas del paracaidista Heinecke, ya que pocos minutos después de las diez de la mañana, el Capitán Barahona personalmente se elevaba en un Avro, conduciendo al paracaidista para que demostrara sus cualidades ante este reducido grupo de espectadores.
A una altura de 620 metros, el paracaidista inició su descenso, permaneciendo dos minutos y 22 segundos en el aire, antes de posarse en la misma pista de aterrizaje de la Escuelasin novedad y casi andando, como dijeron cronistas de la época, que estuvieron presentes en el lugar del lanzamiento.
Este impecable salto causó una gran expectación entre los presentes, siendo efusivamente felicitado el paracaidista por el General Contreras y oficiales presentes.
Según sus propias declaraciones, este era el 90º salto realizado por Heinecke, quien además se mostró muy complacido ante la pericia demostrada por el Capitán Barahona en los momentos de realizar el salto, quien se atuvo estrictamente a las instrucciones de Heinecke para estos efectos.
Ese mismo día la prensa informaba que el alemán daría algunas clases prácticas a los aviadores militares y el próximo lunes realizaría una segunda prueba ante el Sr. Ministro de Guerra y otros Jefes Superiores.
Es en este lapso, de fin de semana cuando se cambia el programa que Heinecke había dado a conocer a la prensa, con el fin de que el público no se enterara del próximo salto que realizaría el paracaidista, quién además había incentivado a los aviadores militares para que realizaran un salto de prueba.
Es posible que este fuera el motivo por el cual la Escuela pidió expresamente al acróbata que no difundiera la fecha exacta de su próxima demostración, en la que además un piloto militar se expondría a realizar un salto, con las consecuencias que eran imposibles de prever.
 Por tal motivo ambas demostraciones fueron integradas a un festival aéreo que se realizaría ese día domingo, donde algunos niños presentarían aeromodelos impulsados por elástico y aviones de la Escuela realizarían variados ejercicios en el aire, nada especial, que llamara la atención del gran público capitalino, que en esos años no podía llegar muy fácilmente a El Bosque.


El Festival Aéreo en la Escuela de Aviación

Fue así como ese día domingo 28 de septiembre, a las 10:30 horas, ingresaba a la Escuela de Aviación el ministro de Guerra y Marina, Almirante Luis Gómez Carreño, nombrado recientemente en ese cargo por la Junta Militar, quien fue recibido con los honores de reglamento por el General Luis Contreras, el Capitán Barahona y toda la oficialidad.
Concurrían especialmente invitados los presidentes de la Corte Suprema y de Apelaciones de Santiago, jueces de letras, secretarios de tribunales y miembros de la aristocracia santiaguina.
La ceremonia se inició con un recorrido por las diversas reparticiones, incluidos hangares y la Maestranza de la Escuela.
Luego la comitiva oficial se dirigió a la cancha de deportes, donde se hallaban reunidos algunos niños que con más de treinta aeroplanos participaban en el primer concurso de aeromodelismo. Dicho concurso fue ganado por el jovencito Enrique Flores Alvarez,    de 15 años de edad, quien presentó diez aeroplanos, haciéndose acreedor a una medalla de plata y cincuenta pesos, premio que le fue entregado por el Ministro de Guerra Almirante Luis Gómez Carreño.
A continuación el General Contreras invitó a las autoridades a presenciar los vuelos programados para ese día.
Los aviones estaban listos para recibir la orden de largada, por lo que a una señal fueron remontando el vuelo  y ya en el aire ejecutaron diversos ejercicios de altura, distancia, reconocimiento y duración en el aire.
Concluidos éstos, los aviones aterrizaron, siendo felicitados los pilotos por el Almirante Gómez Carreño y autoridades presentes.
A continuación el paracaidista Heinecke fue presentado al ministro, dando una pequeña disertación sobre las capacidades de su paracaídas.
Luego de doblarlo convenientemente dentro de su funda, en cuya labor le colaboraba activamente su esposa Elisa, Heinecke acondicionó el implemento a su espalda y subió a la cabina trasera del Avro “José Abelardo Núñez”, piloteado por el teniente Rafael Sáenz.
En pocos minutos el avión alcanzó los 800 metros, altura programada para efectuar la prueba. En tanto desde tierra el público esperaba ansiosamente el segundo en que el acróbata iniciaría su espectáculo.
Un estruendoso  aplauso se dejó oír cuando vieron a Heinecke lanzarse al vacío y luego de algunos segundos, su caída era detenida bruscamente al abrirse totalmente el paracaídas, iniciando alrededor de los setecientos metros, un suave descenso  que lo trajo a tierra en la misma pista de aterrizaje.

El gran salto del Teniente Francisco Lagreze

Momentos más tarde, ante la natural expectación de los presentes, el Teniente Francisco Lagreze Pérez, se presentaba militarmente ante el General Contreras, pidiendo autorización para realizar un salto con el paracaídas de Heinecke, petición a la que el General accedió previa consulta al Almirante Gómez Carreño, quien  viendo una gran decisión y valentía en este gesto del joven aviador para realizar tan arriesgada maniobra, no pudo menos que autorizarla.
Con paso firme y decidido el Teniente Lagreze, acompañado del paracaidista alemán, tomó colocación en la cabina del de Havilland  piloteado por  el Teniente Oscar Herreros Walker, el que lentamente tomó ubicación en el punto de despegue y se elevó por los aires.
El cielo azul, despejado de nubes colaboró en la ejecución del salto, que se realizó cuando el avión alcanzó los mil metros. Desde allí, luego de recibir las últimas instrucciones, el oficial saltó al espacio cayendo libremente durante algunos segundos, que parecieron interminables para los espectadores, quienes emitieron una exclamación de alivio cuando vieron desplegarse la seda del paracaídas, el que ya convertido en un gran hongo flotante, frenó bruscamente la caída del novel paracaidista, quien al llegar a tierra realizó una rápida flexión de piernas, lo que no le impidió golpearse sobre una piedra suelta del terreno, provocándole  una ligera dislocación en un tobillo.
El descenso se calculó en menos de tres minutos y ya en tierra rápidamente Lagreze fue socorrido por el personal presente en el acto.
El público vibrante con la demostración de sangre fría y temeridad efectuada por el aviador chileno, invadió la pista ovacionando por espacio de varios minutos a Lagreze.
Una vez recogido el paracaídas y terminada la demostración, las autoridades y oficiales presentes en el acto se reunieron en el Casino de la Escuela, donde se colocó término a la intensa mañana de aviación.
El ingeniero Heinecke, como se le llamaba, anunció en la ocasión que realizaría algunos saltos en la capital, antes de regresar a su país.
Es así como el domingo 5 de octubre, programó un salto en los Campos de Sports de Ñuñoa, para lo cual las autoridades deportivas anunciaron un programa doble de fútbol entre  Morning Star versus Green Gross y 1º de Mayo versus Ferroviarios y un programa atlético con los mejores representantes de la especialidad.
La prensa dio una amplia cobertura a este espectáculo, nominándolo como  la única exhibición acrobática que  realizaría el gran paracaidista ante el público capitalino, lo que auguraba una gran concurrencia a esta presentación.
La reunión deportiva se realizaría en tres canchas diferentes y se iniciaría a las 14:00 horas, calculando que el aviador Heinecke realizaría su salto casi al fin de los partidos de fútbol.
Uno de los ganchos de la presentación consistía en que el paracaídas podía abrirse hasta 25 metros del suelo, lo que causaba la natural expectación del público.
Unas dos mil personas se hicieron presentes en el primer recinto deportivo santiaguino, entre los que se contaba el embajador de EE.UU. Williams Müller Collier, personal de su embajada y numerosos jefes del Ejército y la Escuela de Aviación.
La reunión era amenizada por las alegres notas musicales de la banda del Regimiento Tacna, cuando minutos antes de las cinco de la tarde apareció en el cielo el avión Avro  piloteado por el  Teniente Rafael Sáenz, quien realizó algunas acrobacias sobre el campo deportivo, las que fueron muy bien recibidas por el público.
Heinecke, que acompañaba al piloto, realizó en esta oportunidad un salto desde unos mil metros de altura.
El público saludó con un aplauso cerrado al paracaidista cuando  vio desplegarse el hongo de seda. Con el fin de que pudiera reconocer el lugar preciso del aterrizaje, se habían prendido algunas fogatas para que además pudiera tener una noción cabal de la dirección del viento.
Cuando el paracaidista se hallaba relativamente cerca de tierra  abrió una gran bandera chilena de unos dos metros y la batió al viento desde las alturas, provocando el natural entusiasmo de los espectadores.
A segundos de tocar tierra, una ráfaga de viento lo alejó de su objetivo, llevándolo hasta una pequeña cancha lateral, por lo que una vez que hubo recogido su paracaídas, Heinecke se dirigió hasta la cancha principal donde los equipos  1º de Mayo y Ferroviarios, habían suspendido momentáneamente el partido para ver su destreza aérea. La ovación fue tal que obligó al paracaidista  a dar una vuelta triunfal por la cancha.
Debido al éxito de esta presentación, algunos interesados intercedieron ante el Ministro de Guerra, para que autorizara a que un avión de la Escuela de Aviación, realizara una nueva demostración con el paracaidista alemán.
Concedido el permiso, el día domingo 19 de octubre se presentaba Heinecke en el Hipódromo Chile, en un Avro de la Escuela de Aviación, el que nuevamente estaba a los mandos del Teniente Rafael Sáenz.
Al igual que en la ocasión anterior, Sáenz realizó algunas acrobacias ante el público. Nuevamente Heinecke se lanzó desde mil metros, esta vez con gran precisión, ya que cayó frente a las tribunas, lo que permitió a los espectadores observar todos lo detalles del descenso.
Su impecable presentación entusiasmó a los directores del Hipódromo, quienes, una vez que el paracaidista recibió los elogios de la  concurrencia, lo llevaron en un vehículo hasta el Club de La Unión, donde se bebió una copa de champaña en su honor.
Ante esta manifestación de cordialidad Heinecke anunció que participaría en la fiesta de los niños huérfanos y luego en el Día del Ejército y la Armada.
Así fue como el día domingo 25 de octubre, el Club Hípico de Santiago se vestía con sus mejores galas para recibir a un público que colmó las graderías con el objeto de presenciar el espectáculo que presentarían las fuerzas de mar tierra y aire en el Día Deportivo del Ejército y la Armada.
Presidían el imponente acto los generales Luis Altamirano, Juan Pablo Benett y el Almirante  Francisco Neff, desempeñándose como anfitrión el Almirante Luis Gómez Carreño, Ministro de Guerra y Marina.
Entre las presentaciones de Regimientos y unidades de la Armada, destacó la participación de la Escuadrilla Mixta de Aviación Nº 1, compuesta por dos aviones Avro y dos de Havilland, al mando del Capitán Andrés Soza. Hubo un momento en que los aviones pasaron casi rozando las tribunas, a tal extremo que se creyó en un posible accidente. Luego de un cuarto de hora de evoluciones, los aviones regresaron a su base.
Tres de Havilland efectuaron en seguida una serie de vuelos acrobáticos, entre los que destacaron varios loopings, la “hoja seca” y otros que demostraron la eficiencia lograda por los pilotos de la Aviación
 Militar.
En esta oportunidad destacó el salto efectuado por el paracaidista Heinecke, quien se lanzó desde un avión Avro, desde mil metros de altura, cayendo en la cancha de polo del Club, logrando un nutrido aplauso de la concurrencia.
Por aquellos años, luego de efectuada esta fiesta militar en Santiago, se realizaba posteriormente otra en Valparaíso, la ese año tuvo lugar el domingo 2 de noviembre. Heinecke se comprometió con la Armada para realizar un salto desde un bote volador durante esta fiesta que tenía por objeto reunir fondos para la construcción de un hogar para tripulantes.
Sin embargo un fuerte viento sur que soplaba a la hora del espectáculo, impidió la salida de los aviones navales, que también debían participar en esta fiesta, quedando por ende, suspendida la participación  del paracaidista, hecho que fue muy lamentado entre el público, que quería conocer  este nuevo aporte de la ciencia que ya se encontraba en el puerto.

El salto del Piloto 2º Aviador Naval  Agustín Alcayaga

Aunque ese día los porteños se vieron defraudados por la ausencia de Heinecke, no tendrían que esperar demasiado para apreciar  las bondades del paracaídas, ya que éste en su afán de preparar nuevos paracaidistas se había comprometido con la superioridad naval para dejar apto como tal a un hombre  de sus filas.
Luego de un corto proceso teórico, el día martes 11 de noviembre de 1924, alrededor de las cuatro y media de la tarde, el bote volador Guardiamarina Zañartu, piloteado por el Teniente 1º Manuel Francke, despegaba desde  Las Torpederas, llevando como copiloto al Teniente 2º Edison Díaz y como pasajeros al paracaidista Otto Heinecke y al Piloto 2º Agustín Alcayaga, el alumno elegido  para realizar el salto, completando la nómina los mecánicos Constanzo y  Gómez.
Luego de realizar algunas evoluciones sobre la ciudad, cuando se desplazaba sobre la plaza Sotomayor, tomó dirección hacia el muelle de pasajeros y a una altura de unos ochocientos metros se vio salir de la cabina a un hombre llevando a su espalda el paracaídas salvador que lo sustentaría hasta su descenso en el agua de la bahía.
En un momento determinado y luego de recibir las últimas instrucciones por parte de Heinecke, Alcayaga saltó al vacío. Eran las cinco y veinte de la tarde y el  valeroso aviador naval  realizó un caprichoso zigzag en el aire impulsado por el viento que lo llevó a desplazarse peligrosamente entre los buques surtos en el puerto, cayendo a un costado del  “Almirante Latorre”, siendo socorrido oportunamente por una lancha, luego de haberse sumergido peligrosamente en el agua.
La noticia de que la Armada ya contaba con un paracaidista, se esparció por todos los cerros del puerto, situación que alentó a Heinecke a realizar una presentación en el Sporting Club, esta vez a beneficio de la construcción del  Hospital Naval, cuyas obras estaban inconclusas.
Con el correr de los días la prensa entregó la noticia que todos esperaban: el piloto Alcayaga sería de la partida y esta vez acompañaría al paracaidista alemán en un salto en la cancha del Sporting Club.
El día 16 de noviembre, luego de presenciar un interesante partido entre Everton y La Cruz, el público se dispersó por las canchas del Sporting para esperar la llegada del bote volador “Guardiamarina Zañartu”. Pasadas las cinco y media de la tarde el avión sobrevoló la pista a baja altura, remontando hasta alcanzar unos seiscientos metros y cuando se ubicaba un poco al norte de las tribunas, los concurrentes vieron desprenderse un bulto desde el costado del avión, abriéndose luego el paracaídas. El público observaba con mucha atención como el paracaidista se movía en el aire tratando de dirigir su aparato hasta el sector de la pista, cuando de improviso se vio como éste desplegaba una hermosa bandera chilena, descendiendo luego en el centro mismo de la cancha de fútbol, donde fue recibido por el público que se abalanzó a felicitarlo.
Se trataba nada menos que del piloto Alcayaga, hecho que despertó en la concurrencia un gran entusiasmo, el que se expresó en delirantes aclamaciones.
Ocho minutos más tarde, cuando el público todavía no se reponía de la euforia por el salto de Alcayaga, Heinecke se lanzaba desde el bote volador piloteado por el Teniente 1º Manuel Francke, un minuto después, con el paracaídas completamente abierto desplegaba una bandera alemana y comenzaba a disparar voladores. El viento le jugó una mala pasada, llevándolo hasta el sector de la cancha de tenis, desde donde el público lo condujo en andas hasta las tribunas. Luego ambos paracaidistas fueron llevados hasta los salones del Sporting, donde se reunieron los directores de esa institución y algunos amigos que deseaban exteriorizarles su admiración y simpatía por el brillante éxito de la prueba con que habían deleitado al público esa tarde.

Esta fue la última presentación en nuestro país del paracaidista Otto Heinecke, quien no sólo introdujo esta disciplina en el país, sino que la hizo conocida y lo que es más interesante permitió que dos chilenos, el aviador Teniente de Ejército Francisco Lagreze Pérez y el Piloto Aviador Naval Agustín Alcayaga, pudieran realizar saltos con sus paracaídas, convirtiendo al primero de ellos en el primer sudamericano en saltar en paracaídas desde un avión y al segundo en el primer sudamericano en hacerlo sobre el agua.
Con este verdadero bautizo de nuestros primeros paracaidistas, Heinecke regresó a su país, para seguir construyendo y mejorando su producto. Un par de años más tarde nuestra aviación militar le adquirirá en Alemania los primeros paracaídas comprados para nuestros aviadores.
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